lunes, 5 de septiembre de 2011

El héroe ante la muerte de Dios


No hace mucho leí una reflexión inquietante. El hombre insensato -decía más o menos así- es el que está dispuesto a morir por un ideal; el sensato, en cambio, es el que está dispuesto a vivir día a día ese ideal.

Ante la chatura de la vida occidental moderna (consumismo, banalidad, idolatría inducida hacia lo intrascendente), sentimos a menudo la atracción de arquetipos que parecen apuntar en la dirección contraria (el Ché, moda rediviva con superproducción cinematográfica incluida; Jesucristo, admirado hasta por quienes no creemos en su supuesto Padre:la “historia sacrificial”, que diría María Zambrano). Los héroes, que como en las películas fijadas en la memoria desde la infancia, nos consuelan en la ilusión de que al final ganarán los buenos. La propia historia y más aún, la vida cotidiana, desmienten nuestras fantasías; pero no hemos de negar que ellas sostienen -al hilo de la utopía- esa otra imperativa necesidad de todo ser humano: la finalidad, el sentido de la vida. Ilusión también, lo sé: pero ilusión constitutiva de la condición humana. También lo que llamamos realidad es otra ilusión, pero sin realidad no seríamos.

La característica del hombre contemporáneo -al menos el que por necesaria generalización llamamos “occidental”- es que, a diferencia de tiempos más primitivos, no concibe la realidad como una unidad, no posee esa “concepción del mundo” que caracterizaba al hombre hasta hace no más, quizás, de dos o tres siglos. Al decir de Octavio Paz, concebimos un palimpsesto de “signos en rotación”, que giran en la conciencia colectiva reordenando imágenes del mundo siempre incompletas, siempre inciertas. Y por lo tanto, imposibilitados -los seres humanos, digo- de depositar una fe más que en segmentos, parcialidades de lo real: Dios ya no existe ( a menos que alguien crea en serio que el cristianismo sea algo más que una mera disciplina y espectáculo), y otras divinidades han ocupado su sitio: el poder, el dinero, la ciencia, la razón misma.

Razón que se esfuerza, claro, y se justifica, en construir precisamente esas “concepciones del mundo” que exhiben su carencia. De hecho, hay para elegir: Aristóteles (con su variante tomista), Plotino, Kant, Hegel, Marx, y otros muchos las pergeñaron o completaron. El Dios moderno es -también- una construcción de la razón. Pero se elija la que se elija, el saber -única certeza quizás- que son construcciones las reduce inevitablemente, en la conciencia, a meros andamios de una obra siempre inconclusa. Porque en el fondo, pareciera que nuestro ser más íntimo se resiste a aceptar que una “idea del mundo” pudiera llegar como obra humana, y no como algo dado de una vez y para siempre. Algo que está, que no se cuestiona.

Cuestiono este mismo pensamiento que acabo de expresar, desde luego. Si aceptase que eso es incuestionable, justificaría racionalmente (comprendo, que no es lo mismo que justificar, una cosa es la razón y otra la ética, que no es demostrable geométricamente como inventó Spinoza) justificaría -digo- la sensación de que hombres que no temen cuestionarlo todo (nosotros) jamás podrán hacer frente a quienes están convencidos de su hacer sagrado cuando se atan una bomba al cuerpo. Esa “idea del mundo” compacta, unitaria, sin fisuras en la conciencia, no es más -al fin de cuentas- que lo que llamamos “fundamentalismo”. Quede claro que elimino aquí -a los fines de esta reflexión, solamente- el componente político de ciertos terrorismos.

Pero al fin y al cabo, la historia, despojada del punto de vista de los vencedores, no ha sido -ni es- más que una sucesión espantosa de horrores y degollinas: neutralizadas en nuestro discurso por quienes las han revestido de razones. La máxima expresión, el punto culminante del racionalismo (me lo sugirió por primera vez Ricardo Piglia, en una memorable novela de los ochenta) ha sido el Holocausto nazi. O en conocidas palabras de Goya (bien que reinterpretadas a la luz del pensamiento actual):“el sueño de la razón produce monstruos”.

¿Podrá sobrevivir la humanidad sin un concepto unitario de la realidad, del mundo; sin una fe que trascienda las propias pasiones personales? Quizás sea esta época, aparentemente tan insulsa, un umbral de la historia: donde los hombres seamos capaces de asumir definitivamente nuestra condición desvalida, limitada, encerrada inevitablemente en el espacio y el tiempo; sin remisión posible a la protección divina o a la salvación eterna. Un mundo que no requiera héroes ni mártires para autoconstruirse, destruyendo lo que haya que destruir por vocación colectiva y no por iluminación individual.

Quisiera ilusionarme con esta perspectiva, pero admito que a mi pesar, continúo sintiendo que Antígona seguirá siendo indispensable.

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